Artículo original en “El Bellas Arts”, número 6, publicado por Xanadu, Santiago de Chile, Noviembre de 2015
Un señor de bastante edad en un banco de la plaza, revisa inmóvil unas hojas de cálculo que sostiene sobre su regazo. Más allá, una estatua que podría haber sido de Rodin, luce el gran detalle de los pliegues y botones de su chaqueta. La inmovilidad de ambos personajes los hace aparecer como vinculados y aislados en la dimensión de todo lo que sucede más lento. Paralelo al plano de las apuradas diligencias del centro, en una temporalidad más extensa, que muestra lo específico de cada uno y vuelve ajenas las siluetas que circulan por la vereda norte de la Alameda.

No es casualidad que ambos se encontraran compartiendo esta sincronía, en este lugar específico.
Uno de ellos, como intendente de Santiago, gestionó en 1875 la habilitación del cerro Santa Lucía en un parque urbano. Conquistó un trozo de tierra indómito para incorporarlo a la ciudad (ya que al igual que los principales parques de Santiago su preservación reside, hasta ahora, en su propia indomesticabilidad). El gesto más sobresaliente de la intervención del Santa Lucía consiste en la articulación de ese entorno silvestre con su contexto urbanizado mediante una rimbombante escalera proveniente de la imaginería parisina. Es, de alguna manera, un bello pórtico entre ambientes de naturalezas diferentes, pero cuya geometría no alcanza a satisfacer los requerimientos de accesibilidad del creciente 15% de la población que el tiempo se encargó de debilitar.
La estatua justifica su lugar en la plaza por el mérito que adorna su historia, pero el señor de los papeles no tiene muchas más opciones de lugares. Esta plaza es un espacio de naturaleza urbana, cuya validez se sostiene en una voluntad más que en la resistencia de su topografía a ser ocupada. Es quizás, la plaza más domestica del centro, y como tal, se integra plenamente al uso de la población. Pero así como la escala del Santa Lucía es una puerta entre distintas naturalezas, el banco del caballero es el umbral que atraviesa para acceder al tiempo divergente que comparte con Vicuña Mackenna, donde probablemente a diario sale del imparable sistema urbano que lo contiene.